Pero
las sospresas parecían no acabarse. Yara
sacó una foto, decidida a mostrármela. Era
una foto muy arruinada y sujeta con cinta adhesiva. La apoyó sobre la mesa, cerca del cenicero
lleno de colillas y de la botella de ron vacía.
Era la foto de un presagio, tal vez anticipando con el pensamiento lo
que habría sucedido, una manera de contar otra realidad. Y era solo un lejano recuerdo de un sueño que
se había concretizado, a pesar de todo.
La
imágen retrataba algunos rebeldes con las barbas y los uniformes de los
castristas que rodeaban a una mujer, delgada, con cabellos cortos y abundantes
y la mirada encendida por el brillo de la visión del futuro.
“No
me cuesta reconocerla” – dije, mientras Yara se limitó a mirarla un rato para
luego agregar: “El hombre a mi derecha,
sonriente es Manuel Fangio. Fue hecha
por Man, el día después del rapto”. Luego
la puso en el sobre con todas las otras.
“¿No
era la fotografía que buscabas?” – me preguntó Man.
No
respondí. ¿Qué cosa buscaba en
realidad? ¿Un mundo menos corrupto? ¿Una vida digna de ser vivida? Sueños – me dije a mí mismo mientras
los ojos se me empañaron de lágrimas.
“El
sol” – agregué como para esconder la debilidad de un momento, fijando luego la
mirada a los papeles. ¿De veras era tan
importante?
Man
parecía leerme en la mente, asintiendo en continuación.
La
historia de la familia Díaz, cambiada en Gutiérrez, era de relatar. Y con ella el juego de máscaras, los odios,
las revanchas, el poder, los abusos contra muchos para el privilegio de
pocos. La historia iba contada para
sacar a la luz las gestas de esos personajes.
Seguramente para recordar los acontecimientos de un pueblo indómito y
las revoluciones que habían atravesado un siglo. Tal vez, valía la pena de servirse para poner
las cosas en su lugar. Para volver a dar
dignidad a esa parte de mundo que combate en silencio, que sufre, con la sola
compañía de la esperanza de una vida diferente. Tenía razón Yara: la revolución había sido un viento capaz de
dar esperanzas. Y ellos, los Díaz
convertidos en Gutiérrez, habían sido un viento antes del viento, capaces, cada
uno en el propio tiempo, de encender esperanzas para una multitud de personas.
Ermanno
me miraba con intensidad, difícil establecer que cosa le pasaba por la
mente. Luego agregó: “en el caso de que te quedaras sin trabajo,
podrás siempre hacer el historiador”.
“Creo
de haber aprendido algo – dije mirando las fotos – todos juntos podemos cambiar
las cosas, pero hay que empezar desde abajo, cada uno con su propio empuje ...”
“Es
una buena idea: mirar adelante e
inventar nuevas revoluciones”.
Es
inútil decir que aquella historia me había involucrado; abracé largo y con
fuerza esas dos personas que habían vivido mucho más que una aventura: una
revolución.
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