La expulsión de los españoles a fines del siglo
diecinueve no había cambiado la vida de la mayor parte de los cubanos. El analfabetismo, el hambre, la mortalidad
infantil, las condiciones infernales de vida, continuaron a ser la
normalidad. La capital gozaba de un
estándar de vida entre los más altos de toda América Latina; no existía en
realidad una distribución de los ingresos, los
que terminaban siempre en los bolsillos de la élite cubana que se había
ligado velozmente a aquella norteamericana, formando un cartel dominante que
había unido magnates del azúcar, del tabaco y de la fruta, del turismo y
financistas de calibre internacional. En
el lapso de diez años, la brecha entre ricos y
pobres había aumentado sin medida.
En los primeros meses del año 1952 Batista, con un golpe de Estado muy
bien preparado, había tomado el poder en una noche, sin disparar ni una sola
bala, suspendiendo la constitución, disolviendo los partidos, prohibiendo las
manifestaciones. La administración
Truman se había alineado, sin reservas, al lado del dictador. El pueblo cubano, atónito, no había
reaccionado, a excepción de Castro que había afirmado: “No existe nada de más amargo en el mundo que
el espectáculo de un pueblo que se duerme libre y se despierta esclavo”.
(El Viento antes del Viento - 4 episodio de la saga de los Gutierrez)
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