Cuando Yara Gutiérrez vió una Chevrolet parqueada
con el motor encendido delante del portón de la villa de sus padres, comprendió
que en aquel preciso momento su vida habría cambiado para siempre. Y entonces comenzó a correr, correr, sin
pensar en nada más, siguiendo justamente aquellos senderos de los que conocía
cada hilo de hierba. Con el miedo que le
llenaba la boca seca, los ojos abiertos sobre un futuro negro como la
noche. Enceguecida por el pánico, sin
tener tiempo para llorar. Hubiera
querido gritar, pero el miedo la invadía como olas similares a golpes y
entorpecía sus reacciones. Se sentía
como si hubiera fumado una de aquellas yerbas del sabor denso que circulaban
entre los estudiantes, arrastrada en un mundo lejano, en una pesadilla que no
le pertenecía y de la que no tenía ningún control. Y así, después de vestirse rápidamente, con
un par de pantalones de algodón, una camiseta y un par de zapatos que cogió al
vuelo, huyó de la villa. Salió por la
parte posterior de la casa y esa fue su salvación. Atravesó el gran jardín temblando, con el
agua que le mojaba los cabellos y penetraba por debajo de la ropa. Una cartera con algunos diarios y pocos
dólares que su padre, el jefe Gutiérrez, había logrado meterle adentro, eran
toda su riqueza.
“Yara, vendrán a buscarte pronto. Es mejor que no te encuentren” – le había
dicho.
Se detuvo antes de asomarse a la calle, indecisa,
con el cuidado natural de la presa que huele el olor de la trampa. Delante a sí se extendía el simple trazado de
los campos, hecho de calles rectas. Un
territorio conocido que de repente se volvía enemigo. Media Luna escogió como dirección, ir hacia
el río Yara, donde había sido concebida y del que había tomado el nombre.
Apretó los diarios contra su pecho, la historia de
su familia, como para protegerse y se puso en camino sobre el borde de la
calle desierta, cabizbaja, sin mirar ni
a la derecha ni a la izquierda, con el paso veloz para poner la mayor distancia
posible entre ella y la vida pasada que se apagaba a sus espaldas. Recorrió la
noche sin mirar hacia atrás. Millas y
millas entre la campiña. Los
zapatos se le habían soltado, decidió de
quitárselos. Amarró los cordones y se
los pasó a los lados del cuello. Dejando
balancear los zapatos y ríendo al solo pensarlo. En la oscuridad nadie la habría visto pero
con la luz del día, una muchacha descalza habría llamado la atención de miradas sospechosas. Esperó no tener que correr sobre un terreno
tortuoso. Se habría torcido un pié si
hubiera tenido que correr sobre un terreno tan accidentado, y continuó
sintiendo bajo sus pies la pista de tierra, a través de los campos, escuchando
ladrar a los perros de vez en cuando.
Se detuvo varias veces tratando
de orientarse para controlar si la
seguían. Tenía necesidad de pensar. No vió nada de sospechoso o que indicara
peligro y para tomar aliento y calmar el latido de su corazón, se apoyó a un
árbol grande sin perder nunca de vista
el camino. La fatiga, el sueño, el ansia
parecían no darle tregua. Decidió de no
empujar hacia atrás los cabellos húmedos.
Una vez secos habrían escondido sus rasgos a las miradas
indiscretas. El pensamiento regresaba a
los diarios que su padre le había entregado unos instantes antes de dejarla
ir: números de teléfono, direcciones,
apuntes, contactos. Así tantos nombres
de amigos y enemigos que no era fácil distinguir los unos de los otros. Algunos mexicanos, otros estadounidenses,
pero sobretodo cubanos, de La Habana y de Santiago de Cuba.
Yara, confundida había asentido. Luego había huído en la oscuridad de la
noche. No había tenido mucho tiempo para
entender. Ni siquiera había llevado
consigo el reloj que sus padres le habían regalado para su cumpleaños. Alejó aquel pensamiento frívolo. Miró hacia el mar y se dió cuenta de que
estaba amaneciendo. Il sendero parecía
tranquilo, el tráfico todavía inexistente, algún campesino se asomaba en las
granjas. Nadie en las cercanías. El pueblo no debería estar lejos. Eran ya dos horas que estaba caminando. No tuvo el coraje de mirarse los pies cuando
se puso los zapatos. Vió la carreta de
un pobre hombre que vendía bebidas, cigarrillos y periódicos. El hombre estaba acostado en el suelo, sobre
un cartón de embalaje.
Nuevamente sintió un dolor a la espalda, a los
músculos bajo esfuerzo. Culpa del frío
de la noche que la había asediada. Se
sentía golpetear en los tímpanos: un
pulsar sordo, repetitivo, que se sobreponía a los pensamientos que retumbaban
en su cabeza. En aquel momento, no
habría sido capaz ni siquiera de
entender desde donde habría partido el disparo que pondría fin a ese
suplicio. El sabor amargo que tenía en
la boca se acentuó de golpe. Tuvo que
pararse y provocar el vómito, todo lo poco que había comido la noche
anterior.
Una vida ... antes.
Aquella hebra de sobrevivencia la había impulsado a
ir hacia adelante. Le había dado el
tirón justo cuando se convenció de que habría caído en un torbellino de tinieblas, donde los enemigos de su padre
la habrían querido relegar. Su carácter
y su fuerza le habían indicado la vía de la salvación. Vió en la lejanía resplandecer las lucecitas
del cementerio e intuyó que allí adentro, en el reino de los muertos, habría encontrado una protección. Así, aquella noche, nublada y sin luna, la
ayudó en la fuga, cubriendo sombras
y sonidos. Los cipreses, alineados como un ejército de
vigilantes mudos a los lados del pequeño sendero parecían doblarse en señal de
luto e inclinarse al dolor, mostrando un gesto de respeto al pasar la heredera de los Gutiérrez. El soplo del viento pareció querer arrastrar
todo, mezclando con las sombras de la noche, el miedo, el dolor y el ansia que
se anidaban dentro de ella, nublándole los sentidos, dejando vivo sólo el instinto
de sobrevivencia, hasta que la carrera, el jadeo y la falta de oxígeno se
convertieron en anestesia y su correr terminó en una capilla vacía. Decidió esconderse allí para disponer del
tiempo de pensar a su familia, a las palabras de su padre, a su nueva
vida. Si su padre la hubiera visto así,
tal vez se habría burlado pero ¿para qué había servido su dinero? ¿Dónde habían ido a parar sus amigos
potentes? ¿Dónde estaban, qué es lo que hacían.
Por qué no lo habían avisado? ¿Y
qué cosa habría hecho ella, ahora que todo parecía acabar? No tuvo el tiempo de responderse, que se
quedó dormida exhausta.
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