TODO CAMBIA ...

martedì 12 marzo 2019

Los lugares de los Gutierrez: Media Luna

Cuando Yara Gutiérrez vió una Chevrolet parqueada con el motor encendido delante del portón de la villa de sus padres, comprendió que en aquel preciso momento su vida habría cambiado para siempre.  Y entonces comenzó a correr, correr, sin pensar en nada más, siguiendo justamente aquellos senderos de los que conocía cada hilo de hierba.  Con el miedo que le llenaba la boca seca, los ojos abiertos sobre un futuro negro como la noche.  Enceguecida por el pánico, sin tener tiempo para llorar.  Hubiera querido gritar, pero el miedo la invadía como olas similares a golpes y entorpecía sus reacciones.  Se sentía como si hubiera fumado una de aquellas yerbas del sabor denso que circulaban entre los estudiantes, arrastrada en un mundo lejano, en una pesadilla que no le pertenecía y de la que no tenía ningún control. Y así, después de vestirse rápidamente, con un par de pantalones de algodón, una camiseta y un par de zapatos que cogió al vuelo, huyó de la villa.  Salió por la parte posterior de la casa y esa fue su salvación.  Atravesó el gran jardín temblando, con el agua que le mojaba los cabellos y penetraba por debajo de la ropa.  Una cartera con algunos diarios y pocos dólares que su padre, el jefe Gutiérrez, había logrado meterle adentro, eran toda su riqueza.
“Yara, vendrán a buscarte pronto.  Es mejor que no te encuentren” – le había dicho.
Se detuvo antes de asomarse a la calle, indecisa, con el cuidado natural de la presa que huele el olor de la trampa.  Delante a sí se extendía el simple trazado de los campos, hecho de calles rectas.  Un territorio conocido que de repente se volvía enemigo.  Media Luna escogió como dirección, ir hacia el río Yara, donde había sido concebida y del que había tomado el nombre.
Apretó los diarios contra su pecho, la historia de su familia, como para protegerse y se puso en camino sobre el borde de la calle  desierta, cabizbaja, sin mirar ni a la derecha ni a la izquierda, con el paso veloz para poner la mayor distancia posible entre ella y la vida pasada que se apagaba a sus espaldas. Recorrió la noche sin mirar hacia atrás.  Millas y millas entre la campiña.  Los zapatos  se le habían soltado, decidió de quitárselos.  Amarró los cordones y se los pasó a los lados del cuello.  Dejando balancear los zapatos y ríendo al solo pensarlo.  En la oscuridad nadie la habría visto pero con la luz del día, una muchacha descalza habría llamado la atención de  miradas sospechosas.  Esperó no tener que correr sobre un terreno tortuoso.  Se habría torcido un pié si hubiera tenido que correr sobre un terreno tan accidentado, y continuó sintiendo bajo sus pies la pista de tierra, a través de los campos, escuchando ladrar a los perros de vez en cuando.   Se detuvo varias veces  tratando de orientarse  para controlar si la seguían.  Tenía necesidad de pensar.  No vió nada de sospechoso o que indicara peligro y para tomar aliento y calmar el latido de su corazón, se apoyó a un árbol grande  sin perder nunca de vista el camino.  La fatiga, el sueño, el ansia parecían no darle tregua.  Decidió de no empujar hacia atrás los cabellos húmedos.  Una vez secos habrían escondido sus rasgos a las miradas indiscretas.  El pensamiento regresaba a los diarios que su padre le había entregado unos instantes antes de dejarla ir:  números de teléfono, direcciones, apuntes, contactos.  Así tantos nombres de amigos y enemigos que no era fácil  distinguir los unos de los otros.  Algunos mexicanos, otros estadounidenses, pero sobretodo cubanos, de La Habana y de Santiago de Cuba. 
“Los diarios léelos y luego quémalos” – le había gritado – júrame que lo harás”.
Yara, confundida había asentido.  Luego había huído en la oscuridad de la noche.  No había tenido mucho tiempo para entender.  Ni siquiera había llevado consigo el reloj que sus padres le habían regalado para su cumpleaños.  Alejó aquel pensamiento frívolo.  Miró hacia el mar y se dió cuenta de que estaba amaneciendo.  Il sendero parecía tranquilo, el tráfico todavía inexistente, algún campesino se asomaba en las granjas.  Nadie en las cercanías.  El pueblo no debería estar lejos.  Eran ya dos horas que estaba caminando.  No tuvo el coraje de mirarse los pies cuando se puso los zapatos.  Vió la carreta de un pobre hombre que vendía bebidas, cigarrillos y periódicos.   El hombre estaba acostado en el suelo, sobre un cartón de embalaje.
Nuevamente sintió un dolor a la espalda, a los músculos bajo esfuerzo.  Culpa del frío de la noche que la había asediada.  Se sentía golpetear en los tímpanos:  un pulsar sordo, repetitivo, que se sobreponía a los pensamientos que retumbaban en su cabeza.  En aquel momento, no habría sido capaz   ni siquiera de entender desde donde habría partido el disparo que pondría fin a ese suplicio.   El sabor amargo que tenía en la boca se acentuó de golpe.  Tuvo que pararse y provocar el vómito, todo lo poco que había comido la noche anterior. 
Una vida ... antes.
Aquella hebra de sobrevivencia la había impulsado a ir hacia adelante.  Le había dado el tirón justo cuando se convenció de que habría caído en un torbellino  de tinieblas, donde los enemigos de su padre la habrían querido relegar.  Su carácter y su fuerza le habían indicado la vía de la salvación.  Vió en la lejanía resplandecer las lucecitas del cementerio e intuyó que allí adentro, en el reino de los muertos,  habría encontrado una protección.  Así, aquella noche, nublada y sin luna, la ayudó en la fuga, cubriendo  sombras y  sonidos.  Los cipreses, alineados como un ejército de vigilantes mudos a los lados del pequeño sendero parecían doblarse en señal de luto e inclinarse al dolor, mostrando un gesto de respeto al pasar  la heredera de los Gutiérrez.  El soplo del viento pareció querer arrastrar todo, mezclando con las sombras de la noche, el miedo, el dolor y el ansia que se anidaban dentro de ella, nublándole los sentidos, dejando vivo sólo el instinto de sobrevivencia, hasta que la carrera, el jadeo y la falta de oxígeno se convertieron en anestesia y su correr terminó en una capilla vacía.  Decidió esconderse allí para disponer del tiempo de pensar a su familia, a las palabras de su padre, a su nueva vida.  Si su padre la hubiera visto así, tal vez se habría burlado pero ¿para qué había servido su dinero?   ¿Dónde habían ido a parar sus amigos potentes? ¿Dónde estaban, qué es lo que hacían.  Por qué no lo habían avisado?  ¿Y qué cosa habría hecho ella, ahora que todo parecía acabar?  No tuvo el tiempo de responderse, que se quedó dormida exhausta.

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